Mi Blog

Pequeña aventura cátara

Languedoc

Este artículo no trata sobre la descripción de una ruta cátara, aunque acabara realizándola, sino más bien de pequeñas experiencias vividas en el Languedoc, sur de Francia, en el verano del 2001.

Tengo la sensación de que no hace tanto de aquello, pero aún no existían ni Instagram, ni Facebook... Ni siquiera el euro. Tenía 21 años y encontrar la foto perfecta y mostrarla en redes no me interesaba en absoluto. Sólo quería mirar al mundo con los ojos bien abiertos para poder retenerlo todo en mi memoria, y para mí, hacer fotos era a veces algo que podía despistar mi atención.

Era universitaria y ese mismo año empecé a interesarme por temas relacionados con rosacruces y cátaros, y llegó a mis manos un libro. Se trataba de una investigación hecha por un americano que se compró un pequeño librito en un mercadillo de Francia, en el que se contaba la historia de un cura que encontró unos pergaminos merovíngeos en la iglesia de su pueblo. A partir de ahí, empieza su indagación a lo largo de la historia. Es un libro lleno de datos históricos, nombres, árboles genealógicos... En fin, que en EEUU la BBC llegó incluso a hacer un documental sobre ello. De ahí tanta obsesión por producir películas en los 90 con caballeros medievales y con alguien que siempre se llamaba Anjou. ¿Os suena? Os hablo del "Enigma Sagrado", un best seller en el que basaría su historia el famoso libro "El Código Da Vinci", llevada más tarde al cine.

Pero antes, durante la primavera, habían sucedido dos cosas: inicié una relación sentimental, y me confirmaron en la universidad que me habían tocado las prácticas en el sur de Francia, para ser más exactos, en Uzés, un ducado precioso y al auténtico estilo medieval.

Hay que decirlo: todo allí era raro. Loco. A mí compañera y a mí nos tocó un pisito que sólo constaba de dos habitaciones y un baño. Y como el señor tailandés que trabajaba con nosotras vivía al otro lado del rellano, y tenía cocina, teníamos permanentemente las puertas de nuestros pisos abiertos y nos movíamos de aquí para allí con total confianza y libertad. A veces, hasta le hacíamos compañía en sus plegarias con incienso. Pobre hombre, unas cuantas veces fui a despertarlo para que me hiciera el favor y me llevara en su coche a coger un tren para volver a casa en mis festivos.

Más tarde, llegaron dos francesitas a vivir con nosotros que, junto a la visita del sobrino del tailandés, nos convirtió en una pequeña gran familia.

Todas las mañanas me levantaba y me encaminaba hacia el lugar de trabajo acompañada del ensordecedor sonido de los grillos. Aquello era como un ejercito, apenas era capaz de escuchar mis propios pasos. Pero hablando de ejercitos, para poder llegar hasta el pueblo, tenías que atravesar una carretera rodeada de bosques a los que no podías acceder porque era zona de pruebas militares. A esto hay que añadir que era también zona de paso de tráfico de coches robados. Pero para robos, el intento de secuestro a las puertas de mi trabajo de una turista americana. Ese día, por cierto, había anunciado que dejaba mi puesto. Así que probablemente fuera lo mejor, visto lo visto.

Aún así, fue una experiencia que nunca olvidaré. Con los francos que me daban los turistas de propina, llamaba a mi familia desde una cabina o bar del pueblo. Y cada vez que volvía a casa, me llenaban tanto la mochila de comida, que acababa en la estación de tren de Nimes arrastrándola por el suelo.

Mi compañera aprovechaba esas monedas para llamar a su novio que, tras viajar a Algeria en pleno conflicto, se encontró con las fronteras cerradas. No pudieron volver a verse en mucho tiempo. Sentía pena al escuchar aquellas preciosas conversaciones telefónicas entre amantes, pero, gracias a Dios, con el tiempo volverían a reencontrarse.

Cada noche, a pesar del sueño, mi compañera y las francesitas conseguían siempre convencerme para salir a tomar algo. En Francia conocí los sirops. ¡Madre mía! Lo que me engordé a base de esa inocente bebida (puro azúcar concentrado). No bebía otra cosa. En los bares nos poníamos siempre encaradas hacía el centro de la plaza y disfrutábamos de consumición y espectáculo gratuito, como el de los borrachos cayéndose dentro de las fuentes.

Recuerdo una noche, mientras conversábamos tranquilamente en la terraza de un bar, noté que el señor de la mesa de al lado nos observaba atentamente. Sin vergüenza alguna, se metió en nuestra conversación. Tenía a su lado una bolsa grande de playa azul con motivos de mar. Decía que era poeta y que nos iba a recitar uno. Me dijo con ilusión: "La llamo la bolsa de la mar", mientras señalaba su bolsa playera. La abrió y de ella sacó una papelera de escritorio pequeña típica de rejilla de metal, toda forrada con papel de aluminio, se la colocó en la cabeza y empezó a recitar un poema suyo en francés. ¿Qué hice? Pues escucharlo con respeto, y después disculparme para ir al baño. A esos maravillos baños "turcos" franceses que no se levantan ni un palmo del suelo y en los que todavía no he aprendido a "desenvolverme" sin acabar salpicada (¡ecs!).

Junté tres días festivos y recibí las visitas de la que era mi pareja en aquel momento y mi hermana, y con una tienda de camping y el famoso libro, nos fuimos a visitar lugares que aparecían en él, y así tratar de encontrar alguna emblemática tumba. No me siento especialmente orgullosa de nuestra "sencilla metodología de búsqueda". Pero lo recuerdo con ternura.

Llegábamos a los lugares "misteriosos" a través de pequeñas descripciones, tipo el km de la carretara camino a algún pueblo. Encontramos una tumba del s. XIV comparando las fotos del libro con las imágenes montañosas que nos rodeaban. Así que no fue fácil. Montábamos la tienda en cualquier lugar de cualquier playa desierta, y visitábamos pueblos como el de Minèrve, donde habían quemado a tantos cátaros. Ningún lugar podía decepcionarte porque todo el sur de Francia es precioso.

Tenéis que saber que esa fue la primera vez que salí de España, y sin planearlo, acabé pasando todo el verano fuera. Al dejar el trabajo, mi pareja me propuso acompañarlo a pasar las vacaciones con él en Alemania, así que pasé de no conocer nada, a hacer ruta en coche por diferentes países de Europa, con toda la sensación de libertad que, por la edad, aquella experiencia podía hacerte sentir.

Al llegar a Alemania descubrí, a través de documentos recopilados por la familia, que mi compañero era descendiente de un personaje del ya mencionado libro; un pintor que acabó ejerciendo en el Vaticano, autor de la famosa pintura donde aparece la tumba que habíamos visitado en nuestra pequeña ruta.

Se me quedó muy marcado el carácter francés, tanto para lo bueno como para lo malo. Me habían prestado un camping gas que, a la vuelta hacia España, quise recuperar en el pisito compartido. Para estacionar delante de casa y recogerlo rápidamente, hicimos un cambio de sentido delante del portal, para nada peligroso, pero que igualmente molestó a alguien que tomaba algo en el bar de enfrente. Como decimos aquí, no sé quien le "daría vela en ese entierro", pero la cuestión es que se levantó hecho una furia y llamó a la "gendarmerie". Realmente debía estar muy aburrido. Para cuando llegaron, estábamos a punto de irnos, y no nos pusieron problemas.

También me sorprendieron ciertos aspectos del carácter alemán, sobretodo la alegría que sentían cada vez que yo mencionaba que era española. Curiosamente todos comentaban lo mismo, que habían estado, pero no en la península, sino en alguna de sus islas, claro. Lo más curioso para mí fue comprobar lo unidos que se sentían a ellas, tanto como para que al final de cada noticiario, el hombre del tiempo, tras ofrecer datos sobre las regiones del país, finalizara siempre comentando el tiempo en Mallorca. La primera vez que lo vi, se me abrieron los ojos como platos. Me di cuenta de que no los teníamos ni la mitad de en cuenta de lo que ellos nos tenían a nosotros. Y todas las agencias de viajes tenían las islas españolas como principal atracción en el escaparate.

Por eso quizá, un alemán que trajimos con nosotros en el coche de vuelta a España, empezó sin pensárselo a recitar el menú en su idioma delante del perplejo chico que servía en el Mc Donals de la Vila Olímpica de Barcelona. Nuestras caras eran de foto. Es lo que pasa por no haber pisado antes la península ;).

No guardo apenas fotos de todo aquello y hay algo que reconozco que echo de menos: Ese anonimato perdido que terminó con el auge de las redes sociales. Esas experiencias vividas que te guardas para ti y que no publicas con la foto perfecta, ofreciéndolas al mundo como la mejor de las experiencias. Así que, honrando a aquellos tiempos, dejaré otras experiencias vividas en el tintero de mi corazón, para ser sólo contadas en círculos de estrecha y agradable amistad.

Sólo quiero deciros que, si todavía no habéis estado en el sur de Francia, todo lo que hayáis escuchado es cierto. Es una zona bella y mágica, y la recomiendo toda. Y sobretodo ese viaje en tren y sus paisajes, sus pueblos desde la distancia y a través de la ventana.

Mi último recuerdo del país cátaro: la angustia de dejar a mi hermana, de camino a Alemania en el tren, sin dinero y sin móvil. Casi lo pierde al realizar el cambio en Cerbère; y en esa situación en la que sabes que si pierdes un tren, no puedes volver, tu instinto te hace correr, como hizo ella, mientras notaba que el peso menguaba al romperse una de sus bolsas. Al girarse mientras corría, pudo observar todo un andén lleno de comida por donde había pasado. Ella sí que supo despedirse de Francia;)

Deja un comentario

No puedes comentar sin estar registrado. Registrate o inicia sesión